La mayoría de estudios queer proponen la sustitución de la teoría crítica feminista por la crítica a lo que llaman matriz de inteligibilidad de la heterosexual obligatoria. Esto significa, que el análisis no debe centrarse en hacer aflorar los elementos que mantienen la jerarquía sexual mediante la cual se impone la supremacía de los varones, y que se sustenta en el género. Para las corrientes queer más populares el problema es la heterosexualidad, que se impone por igual a hombres y mujeres, lo que hace que la jerarquía pase a un segundo plano. Como alternativa proponen varias cosas. En el capítulo de conclusiones de El género en disputa, Judith Butler, después de asumir la imposibilidad del sujeto, al modo foucaultiano, su emergencia ya modulada por los dispositivos discursivos del poder, propone como única posibilidad de agencia la repetición paródica de la norma. Esto es, como sujetos estamos creados por el poder, de manera que nuestras mismas estrategias de ruptura vendrían a ser las que el mismo poder permite. Sólo es posible, en una lectura un tanto peculiar de la metafísica de la diferencia de Deleuze y de la propuesta de la performance de Derrida, una repetición paródica de las normas de género que desestabilizarían virtualmente las normas borrando el binarismo. En ese juego de identidades autodesignadas, sin reconocimiento necesario por parte de la comunidad, la norma se desplaza. En definitiva, se trata de una estrategia política que la propia Butler reconoce basar en algo tan conservador como la transgresión.
Sin embargo, en mi opinión, esta estrategia tiene varios problemas sobre los que merece la pena reflexionar. Por un lado, no sólo no desaparece el binarismo, sino que se refuerza al crear otras formas de identidad/alteridad de las que ha desaparecido el análisis de la jerarquía sexual. La transgresión, al ser conservadora (necesita la norma que pretende transgredir) no produce desestabilizaciones, sino refuerzos normativos. Y además, en el nuevo binarismo queer, con el borrado del sexo no sólo se corre el riesgo de un borrado de las mujeres, sino que se borra a las personas trans, subsumiéndolas en una proliferación de géneros y haciendo imposible delimitar su sujeto para intervenir contra su discriminación. Estas tesis identitaristas queer tendrían, pues, consecuencias misóginas y tránsfobas no queridas, pero que merece la pena señalar.
Toda identidad genera una alteridad, porque lo idéntico, al constituirse por exclusión de las diferencias, delimita una frontera fuera de la cual siempre queda “lo Otro”. Por eso la identidad es siempre excluyente y genera un binarismo inevitable a partir de la alteridad producida por la exclusión. Las reivindicaciones identitarias, por tanto, siempre se insertan en gramáticas de identidad/alteridad. Por eso en el generismo queer, la superación del binarismo sexual conduce a nuevos binarismos: cis-trans, personas binarias-no binarias, etc. Pero no se aborda la jerarquía sexual, que existe materialmente más allá de los juegos del lenguaje y del número de elementos que configuran el sistema (binario, ternario, etc).
El problema no es el binarismo sino la jerarquía sexual, algo que al generismo queer le parece irrelevante, pero que es la base de la opresión de las mujeres y de la falta de legibilidad de las vidas trans como plenamente humanas. La heterosexualidad obligatoria, como uno de los principales mandatos de género, no impide los proyectos de vida LGTB porque genere un binarismo hetero-homo, sino porque establece una jerarquía a partir de la cual la matriz de inteligibilidad será heterosexual y masculina. Lo mismo ocurre con el binarismo hombre-mujer, del que deriva el anterior, cuya repercusión es consecuencia del supremacismo de los varones, no de la existencia del dimorfismo sexual en la naturaleza. Por eso el generismo queer, al desviar la atención de las jerarquías, no puede ayudar a un proyecto emancipador para las mujeres ni para las personas trans. El problema no es si las mujeres trans son mujeres, lo que impediría destinarles políticas públicas contra su discriminación porque quedarían subsumidas en el grupo más amplio de las mujeres; sino que su vida queda fuera de lo considerado verdaderamente humano como consecuencia de una jerarquía que define lo humano desde lo masculino heterosexual.
Si abordamos la cuestión de la violencia machista, admitiendo que el problema lo constituye el binarismo, entonces hombres y mujeres estamos igualmente oprimidos por la existencia del binarismo sexual y las construcciones sociales posteriores. En este caso, sin aludir a ningún tipo de jerarquía, tendríamos que admitir que, si la violencia machista es el resultado de ese binarismo, entonces la víctima y el victimario tendrían el mismo estatus de oprimidos, y por tanto las mismas probabilidades de sufrirla, algo que es contrafáctico. Aunque pudiéramos condenar la violencia como tal, no habría forma de definirla como machista, por ser el hombre y la mujer víctimas del mismo binarismo. Sólo añadiendo la jerarquía que consolida la superioridad de los varones podemos explicar esta violencia como una forma de oprimir a las mujeres y sólo a ellas.
Pero si la jerarquía, y no el binarismo, es la causa de la violencia contra las mujeres, lo es de la misma manera de la violencia tránsfoba. Quienes violentan a las personas trans lo hacen para disciplinarlas por incumplir los mandatos de la heterosexualidad. Los agresores que asaltan a una mujer trans, por ejemplo, no la reconocen como mujer. Por eso el asalto se produce con gritos homófobos: “maricón de mierda”, “eres un tio”, y similares. No se trata, por tanto, de violencia machista, sino homófoba. Se produce la violencia por incumplir los mandatos de género relativos a la heterosexualidad obligatoria. Pero, ¿por qué los agresores siempre son hombres y nunca son ellos los agredidos? Si el problema fuera el binarismo, los hombres heterosexuales sufriríamos violencia sexual y otras formas de violencia relacionadas con los mandatos de género. Y las mujeres serían igualmente agresoras. Pero no es así. Y no lo es porque el problema es la jerarquía y no el dimorfismo sexual. Y en esa jerarquía los varones heterosexuales constituimos la cúspide de la pirámide.
Tenemos, por lo tanto, dos argumentos contra la sustitución de la crítica feminista por la teoría queer. El primero es que, lejos de acabar con el binarismo, simplemente sustituyen uno por otro. En vez de hombre y mujer nos encontramos con binario y no binario o fórmulas similares, pero esto no supone el fin del binarismo en absoluto. Desde esa ficción constitutiva que es la identidad siempre se estará delimitando la frontera a partir de la cual se genera la alteridad. Si existe un yo existe un los Otros.
El segundo es que, incluso aceptando la ficción de la proliferación paródica de géneros incongruentes como una manera de desestabilizar el binarismo, seguiría existiendo la jerarquía, que es el verdadero problema. ¿Qué importa que en vez de dos sexos tengamos un tercero si se mantiene la superioridad del varón heterosexual? ¿Qué ganamos sustituyendo un sistema binario por uno ternario o incluso mayor? Mientras exista la jerarquía existirá la opresión.
Se nos podría decir que esa proliferación de géneros transgresores es la forma de producir desplazamientos y desestabilizaciones en la jerarquía. En el capítulo de conclusiones de El género en disputa, Judith Butler parece delimitar la posibilidad de agencia a esa repetición transgresora de las normas que se quieren desestabilizar. Pero la realidad es que las estrategias políticas basadas en la transgresión refuerzan la norma que pretenden subvertir, porque necesitan la normativa para producir la transgresión. No obstante, para explicar el carácter conservador de las políticas de transgresión dedicaremos otro texto más adelante, aunque un ejemplo puede ilustrar por donde voy: para que conducir a 200 kilómetros por hora sea un acto transgresor, es necesaria una norma que impida esa velocidad de conducción. Sin esa norma no hay transgresión. Por eso decía Sartre que el transgresor no quiere abolir la norma, sino saltársela. Y nosotros añadimos que además de saltársela, la refuerza.
En resumen, es imprescindible devolver el foco de la crítica a la jerarquía sexual, fuente de la violencia machista, la homofobia y la transfobia. Porque el problema no es el binarismo, que sujeto a los juegos del lenguaje queer siempre existiría, como hemos visto. El problema es el género como estrategia para sostener la superioridad de los varones en la jerarquía sexual.
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