Decía Mark Fisher que “la depresión es una (dis)posición (neuro)filosófica”. En esta doble afirmación nos sugiere que la condición de la persona deprimida no puede reducirse a lo individual ni a lo social, sino a la relación de ambas cosas. La salud mental tiene un estrato material y orgánico. Es evidente que la química cerebral está implicada en los estados depresivos. Pero esto no explica por qué un individuo, en un momento dado, recapta serotonina. Tampoco conviene frivolizar en sentido contrario. La precariedad y la sobreestimulación del capitalismo del deseo contemporáneo son, sin duda, factores sociales que inciden en la salud mental. Pero ni afiliarse a un sindicato ni terminar con la precariedad resuelve este problema multifactorial (ya nos gustaría). Si reducimos la depresión a una consecuencia de la precariedad, ¿por qué no todos los individuos precarios están deprimidos?. Fisher es muy fino al introducir los paréntesis en su afirmación porque nos permite leer dos frases en una sola. Lo que nos está diciendo es que la depresión es una disposición neurológica y una posición filosófica. Tiene un estrato material y otro orgánico, y es a la vez una situación del individuo en el medio social y su conciencia de ello. Por eso no podemos aceptar interpretaciones unidimensionales del problema. Ni siquiera dialécticas. Necesitamos incluir la depresión en algún tipo de ontología compleja.
Las personas con problemas de salud mental tenemos una extraña conciencia de nuestra condición psico-social. Una certeza difusa de no estar acoplados, que es algo más que estar individualmente enfermos. Si mi corto problema de salud mental fue radicalmente distinto a la fractura de mi pie, es porque durante mi episodio de ansiedad y depresión mi patología suponía un desencaje colectivo. De alguna manera el desencaje nunca era del todo real ni del todo subjetivo, precisamente por el entramado fisiológico y social de la patología. Porque no es un fenómeno individual tiene siempre un impacto y una retroalimentación en el entorno; pero porque no es un fenómeno social, nunca es plenamente comunicable.
En sus intervenciones públicas antes de suicidarse en 2017, Mark Fisher señalaba la coincidencia entre el desarrollo pleno del neoliberalismo y el incremento de los suicidios en todo el mundo. Hubo un mundo con menos casos de salud mental graves y menos suicidios hace no tanto tiempo. No era un mundo exento de problemas y, no obstante, no es posible volver a ninguna parte. Pero el alegato de Fisher en sus textos e intervenciones anima a imaginar, recordar o reivindicar un mundo en el que se dan las condiciones de posibilidad para un número menor de problemas de salud mental. Fisher no es ningún nostálgico. Pero tampoco se equivoca cuando no cae en la consigna neoliberal que sustituye cualquier contradicción por la dicotomía futuro-pasado. Esteban Hernández ha explicado muy bien este giro hacia lo temporal en los discursos de la izquierda y la derecha contemporáneas. De alguna manera, activistas bohemios, columnistas y algunos políticos de izquierda han comprado el discurso gerencialista de cancelación del pasado y defensa acrítica del futuro-presente. Pero se trata de un discurso que refuerza el actual estado de cosas y que, en el fondo, está contenido en cualquier charla motivacional de Elon Musk y Bill Gates. El problema es que esta fractura temporal de la posmodernidad tiene efectos patológicos, como veremos.
Podría pasar, como dice Franco “Bifo” Berardi, que las nuevas relaciones conectivas y la velocidad de los cambios estuvieran por primera vez desacopladas de la capacidad adaptativa humana. Si eso es así, el desarrollo tecnológico basado en la conectividad, que no podemos aceptar como el único posible, estaría sobreestimulando al sujeto neoliberal por encima de sus capacidades, provocando un colapso mental casi inevitable. Nos dice Berardi en “Fenomenología del fin” que “los ajustes tecnomediáticos y las mutaciones psicocognitivas son tan interdependientes como el organismo y su ecosistema“. Pero en el semiocapitalismo actual el ser humano “no está formateado con los estándares de los transmisores digitales“. Este desacople y la velocidad de los estímulos produce una sobrecarga de la atención con efectos patológicos. Se trata de patologías que el autor define como “cronopatologías” y que se relacionan con la presión de la velocidad y las exigencias de deshistorización.
Pero una alternativa frente a la pandemia depresiva debe impugnar las condiciones de su aparición, que en muchos casos tienen relación con las promesas de futuro incumplidas de la mano de las tecnologías, por ejemplo. Por eso no tiene sentido descartar cualquier comparación entre el antes y el después del desarrollo neoliberal. Las redes sociales hoy no son separables de la cultura de la cancelación. Se debe, por ejemplo, impugnar el nuevo ecosistema mediático basado en “realities” y señalarlo como factor de riesgo. No podemos decir que Masterchef haya sido la causa del suicidio de Verónica Forqué. Pero podemos defender una sociedad alternativa en la que desaparezcan estos programas basados en la humillación pública de los concursantes. No es legítimo que se nos pida suspender el pensamiento crítico sobre estos programas en nombre de una “cultura popular” que en realidad es una confusión con la “cultura de masas”, que ya hemos explicado en otra parte que no son lo mismo. La complejidad de la depresión nos obliga a huir de las dicotomías, que no son pocas. Algunas están en pugna hoy, como la que hemos expuesto en relación a lo individual y lo social en los procesos depresivos. Pero huir de las falsas dicotomías implica abrirse a una crítica muy generalizada a nuestra cultura, tanto por lo que tiene de individualizadora como en su forma de articular las colectividades y conectividades. Por ejemplo, “una de las consecuencias de las modernas tecnologías de la comunicación es que no cuentan con un espacio externo en el que uno pueda descansar de ellas y recuperarse” (Fisher). Y esto es un paso atrás biológico y cultural que ha venido de la mano de este concreto desarrollo tecnológico. Hay una enorme presión para que sólo miremos hacia delante al mismo tiempo que se ha cancelado el futuro. Suena paradójico pero es una característica de nuestra cultura. Como dice Fredric Jameson, hoy es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.
Porque la presión deshistoricista que ha acompañado al proceso de implantación del neoliberalismo tiene el efecto perverso de cancelar cualquier otro mundo imaginable. Nos empuja hacia el olvido de las condiciones que hicieron posible las resistencias y las alternativas. Y como ya hemos dicho en otra parte, nuestra reivindicación no es nostálgica porque no quiere volver a los resultados del pasado. Pero recordar que hubo tiempos con otras condiciones de posibilidad demuestra que es posible el cambio. Lógicamente, la articulación de esas alternativas será hoy diferente. Pero el futuro prometido por los deshistoricistas, por los de lo nuevo frente a lo viejo, ha resultado ser un presente inaceptable. La sustitución de otras contradicciones por la del futuro contra al pasado ha sido clave para el desarrollo cultural del neoliberalismo, porque la cancelación del pasado impide la comprensión del presente como una promesa incumplida. Y además es patológica, porque al impedir el análisis de la situación del individuo como un resultado histórico, individualiza la responsabilidad, sobrecargando más todavía la conciencia del sujeto.
En definitiva, la necesaria politización de la salud mental nos exige su introducción en una ontología de la complejidad (que ampliaremos en próximos artículos), huir de los reduccionismos individualizadores y abrirnos a una crítica fuerte al deshistoricismo de nuestra cultura. También nos pide considerar la depresión y otros problemas de salud como aperturas de sentido. Las certezas difusas del deprimido son, en el fondo, una forma de conciencia del mundo y sus disfunciones. En un contexto en el que proliferan nuevas formas de soledad, como las redes sociales o las plataformas de videodifusión, cargados de estímulos y agotados por la precariedad vital y laboral, la depresión es un horizonte de sentido perfectamente coherente. Es una percepción de la fractura del tiempo en la posmodernidad. No podemos permitirnos la anhedonia porque estamos obligados por la izquierda y la derecha a la búsqueda del placer, así que nos queda únicamente aceptar la hedonia depresiva. Rompamos con eso.
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