Piensen ustedes en cualquier objeto del mundo. Intenten no ubicarlo en una circunstancia concreta y quédense únicamente con el objeto. Es complicado, en estas condiciones, atribuirle un valor de cambio, un precio, al objeto. Es decir, no parece que los objetos tengan, por sí mismos, un valor de mercado objetivo que tengamos que aceptar de antemano, independiente de su valor de uso, sentimental o de otro tipo. De hecho, no todos los grupos humanos asignan este tipo de valor de mercado a sus objetos; ni siquiera nuestra sociedad lo ha hecho siempre (aunque nosotros sabemos que el mito del trueque es eso, un mito). ¿Por qué si ubicamos el mismo objeto en un escaparate aceptamos que merece tener un precio?
Con el concepto de “fetichismo de la mercancía” Marx trataba de explicar el fenómeno por el cual se objetiva un valor de cambio a partir de la percepción subjetiva de que algo, por ser una mercancía, tiene valor. Es decir, el capitalismo convierte el concepto mercancía en un fetiche, con un valor, y a partir de ahí todo objeto convertido en mercancía debe ser aceptado como objeto merecedor de un valor de cambio. El valor subjetivo que en el capitalismo otorgamos a la mercancía se traslada al objeto en forma de precio o valor de cambio, obviando por supuesto su valor de uso u otro tipo de valores que pudiéramos asignar al objeto, como el valor sentimental o relacional. Para esto sirve la fetichización de la mercancía.
La conversión de la identidad en mercancía que ha operado el capitalismo posmoderno ha requerido, como con cualquier otra mercancía, imponer un fetichismo. Esta fetichización de la identidad es necesaria para la asignación de valor de mercado al concepto de identidad, y se produce por la convergencia de, al menos, dos elementos. El primero es la necesidad del capitalismo contemporáneo de producir nuevas oleadas de bienes y servicios basados en la innovación. No siempre la innovación permanente, al menos en este grado y a esta velocidad, han sido una obligación en la articulación de la oferta. El segundo, el proceso de imperialismo que la psicología está desplegando sobre el conjunto de las humanidades. La necesidad de innovar junto con el colonialismo de la psicología, ha hecho de la identidad (y de otros productos self de las psicologías actuales) una mercancía que, a través de su fetichización, puede recibir un valor de mercado.
Desde finales del siglo XIX los intentos del psicologismo por ocupar cada vez más territorios de las ciencias y las humanidades han sido obsesivos. Si bien ya no nos encontramos con disparates como que la lógica y hasta las matemáticas son cuestiones psicológicas, de una manera menos totalizante, el psicologismo ha ido colonizando territorios. A los primeros intentos de imperialismo psicologicista respondió Husserl con el que sería el texto fundante de la fenomenología. Contrarrestó de manera definitiva la ocupación total que se pretendía, hasta el punto de que discípulos suyos, como Merleau-Ponty, recuperaron para la filosofía cuestiones como la percepción o el comportamiento (apoyándose en la psicología y anticipando cinco décadas el enfoque actual de las neurociencias).
Pero de manera parcializada, el psicologismo ha mantenido su proceso de ocupación ilegítima. Piensen por ejemplo en el concepto de “autoestima”. Hasta hace menos de un siglo, las ideas sobre uno mismo eran cuestiones relativas a la filosofía práctica. La magnanimidad de Aristóteles o el orgullo de sí de Hume, o el concepto clásico de carácter, eran categorías éticas. No era pensable, por ejemplo, un genocida con “autoestima”, porque las categorías sobre el desarrollo de la persona eran filosóficas (éticas y políticas). El disparate de que el desarrollo de la personalidad tenga que ver con la psicología y no con la ética es sólo un ejemplo del imperialismo psicologista. La consecuencia práctica de esto es que puede separarse el comportamiento o el carácter de la responsabilidad moral. Pensar que el desarrollo personal de un menor lo puede resolver un psicólogo, presupone que la personalidad puede ser neutra o ajena a la responsabilidad ética. Las consecuencias de esto no hace falta explicarlas porque son, sencillamente, el mundo en crisis que vivimos. Una cosa diferente es que el psicólogo (o psicóloga) juegue un papel de especialista dentro del proceso de desarrollo personal como desarrollo ético. Como en el caso de la filosofía de Merleau-Ponty, la filosofía debe apoyarse en la psicología por su conocimiento parcial sobre la psyché. Hay que recordar que ψυχή, antes de referirse a lo que hoy consideramos “lo psicológico”, era un concepto mucho más amplio. En Aristóteles, por ejemplo, era la forma de la materia de cualquier ser vivo. Pero no nos liemos.
La identidad es otro territorio conquistado por el psicologismo. Además de genocidas con autoestima, hoy se ofrece la identidad como sustancia, en forma de sentimiento o de mercancía. Pero esto es otro disparate, porque la identidad, que es una categoría del ámbito de la lógica y la ontología, es relacional. Igual que no podemos sustanciar la “causalidad”, porque es una relación entre objetos que son causa y efecto respectivamente, tampoco podemos hacerlo con la identidad, que es la relación entre elementos idénticos. Cuando Hume se quejaba de que al ver una bola de billar golpeando a otra sólo percibía un acontecimiento después del otro, pero no la causalidad del movimiento de la segunda bola, tenía razón. No podemos ver, ni sentir de cualquier otra manera, una relación. No podemos tener o sentir un “arriba”, un “abajo” o una “causalidad”. Las relaciones no son sustancias. Esta es la razón por la que nadie, nunca y en ninguna parte, ha vivido algo ni remotamente parecido a “sentirse Raúl”. No podemos sentir ni tener nuestra identidad porque la identidad no existe como sustancia. Es simplemente la relación entre elementos idénticos. Pero, ¿existen en el mundo real, más allá de la lógica formal, objetos idénticos? A partir de las filosofías de la diferencia, por ejemplo la de Deleuze, ya no podemos seguir pensando que al mundo lo estructura lo idéntico, sino su opuesto: la diferencia. En otro artículo desarrollaremos la contraposición entre políticas de la diferencia y políticas de identidad, que son contrarias.
Parece lógico reivindicar el derecho de autodeterminación de los territorios conquistados por el psicologismo. El carácter, la percepción, la identidad, la autoestima… ninguno de estos conceptos es psicológico. Una recuperación para sus respectivos ámbitos en las humanidades permitiría profundizar en los análisis de su realidad y su lugar en el mundo. En el caso de la identidad, su recuperación para la filosofía, y por lo tanto el abandono del mito de la sustancia, nos interesa especialmente porque una relación, al no ser un objeto, es ciertamente difícil convertirla en mercancía. La desmercantilización de la identidad tiene como requisito recuperarla como relación. Así, a pesar del fetichismo de la mercancía propio del sistema capitalista, la identidad podría escapar de las garras del mercado en las que ha caído (la identidad es el eje publicitario de Nike, por ejemplo). La psicología puede seguir cumpliendo un papel fundamental en su ámbito y como apoyo en estos otros, pero el psicologismo, esta especie de imperialismo de la psicología, tiene que ser derrotado por el pensamiento crítico.
PD: como curiosidad, os dejo esta imagen, extraída de la web de imágenes gratuitas en la que descargo las imágenes para el blog. He puesto en el buscador "yourself", tú mismo, y la mayoría de las imágenes son similares. El "tú mismo" como tratamiento farmacológico-psicológico.
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