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  • Foto del escritorRaúl Cordero Núñez

El mito del contrato social


La ficción del contrato social es una fantasía constitutiva de la sociedad moderna. Aunque ya encontramos en la Política de Aristóteles y en Epicuro alusiones a un acuerdo entre los seres humanos para constituir comunidades- y sobrevivir así frente a la hostilidad de la naturaleza-, no es hasta la filosofía barroca en que esta idea se convierte en categoría. Hablamos de mito porque nunca se ha demostrado que el ser humano haya vivido en una especie de vida pre-social. Por lo tanto, no parece que hayamos tenido necesidad de transitar de un estado previo a otro posterior. Somos un ser social desde nuestro origen como especie, o incluso antes, en las especies de las que procedemos.


Sabemos que el contrato social es una metáfora para legitimar, en principio, la constitución de comunidades cuyas normas se basan en la convención, y no en la fatalidad natural o la imposición divina. La utilidad inicial de esta categoría consiste en validar el poder civil convencional frente al divino como trama social; aunque en los primeros teóricos del contrato, Hobbes por ejemplo (aunque no Spinoza) este poder civil se expresaba en la figura del monarca absoluto. Sin embargo, como todo mito, además de aportar respuestas sujetas a interpretaciones posteriores diversas, delimita también el marco de las preguntas. Al menos dos características definen a los mitos: aportan respuestas comprensibles y acotan el marco sobre lo que podemos preguntarnos. Acerca de esto segundo reparamos poco, pero es de suma importancia en una sociedad compleja y en constante cambio. Los mitos, al aportar respuestas, cierran las cuestiones dándolas por resueltas. Pero al hacer esto, con la respuesta dada y evitando la duda, establecen el perímetro de las preguntas que pueden ser públicamente realizadas. Establecen un marco de inteligibilidad fuera del cual dejan de ser pensables otras preguntas. Así lo explica José Luis Pardo en su libro La metafísica:


Al relatar el mito la sociedad revela a sus iniciados la ley... expresada, no como respuestas a posibles preguntas, sino como respuestas dadas de antemano para cerrar el paso a cualquier pregunta, para impedirlas a priori, con soluciones de las que no es políticamente lícito dudar… El rasgo más sobresaliente del relato mítico es que contiene en un solo acto la interrogación y la explicación, la pregunta y la respuesta… “pregunta” y “respuesta” evocan simultáneamente un vacío, una quiebra o una grieta en la que podría instalarse la abertura del no-saber que impulsa el movimiento hacia la verdad, característico de la razón


Es decir, el mito delimita el ámbito de lo que es legítimo preguntarse dando simultáneamente la respuesta. Aquí es importante la idea de simultaneidad. Si entre la pregunta y la respuesta hubiera un lapso de tiempo, se abriría la posibilidad de dudar, y el orden que asegura el mito quedaría comprometido. Al evitar así la duda, impide que aparezca una tendencia hacia la verdad, o al menos, hacia la alternativa. No sólo la razón científica “desencantada” produce cierres epistémicos, como nos dicen los pensadores posmodernos. También lo hace el mito.


En este sentido, se vuelve determinante vislumbrar cuál es el cierre que produce el mito del contrato social. No sólo en qué medida resuelve hoy, con sus respuestas, los problemas de las sociedades del capitalismo del deseo; sino, y por encima de todo, qué preguntas excluye, qué cosas nos impide pensar y preguntarnos; sobre qué cosas nos impide dudar la evocación del pacto original.


Tenemos, pues, dos tareas: analizar las respuestas que el mito del contrato legitima; y hacer aflorar las zonas oscuras y las exclusiones que encubre.



Origen del contrato social.


Más de cien años de guerras por religión habían asolado Europa cuando aparece la filosofía moderna. La población se diezmó, se despoblaron enormes zonas del continente como consecuencia de la guerra y las hambrunas, y los cimientos de la convivencia previa basados en una única religión habían desaparecido. Se conservan sentencias de condena a padres por haberse comido a sus hijos a causa del hambre, lo que nos da una idea de la situación a la que tuvo que dar respuesta la nueva filosofía. La tarea del pensamiento se convierte entonces en una apuesta por fundamentar de nuevo la sociedad, las soberanías, la civitas, el poder del incipiente Estado westfaliano, pero también el papel del individuo. Y se hace evidente que la religión, que originó ciento treinta años de guerras, ya no es el elemento común al que apelar para esta fundamentación.


Es en este contexto de necesidad renovadora en el que aparece el racionalismo político. Su propuesta podría resumirse en que si hay algo que compartan los hombres (como masculíno genérico pero no tan genérico), ya no es la religión después de la reforma, la pastoral anglicana y la contrarreforma. El elemento común es la razón. Pero una razón definida no de cualquier manera, sino, como en el caso del mito, cerrando posibilidades que ahora veremos.



Pero esto sucede en paralelo a la emergencia de una nueva clase social, la burguesía, en el contexto económico anterior a la revolución industrial. Son los tiempos del mercantilismo, en los que la idea de intercambio entre iguales es esencial en el modelo económico burgués. El mercado proto-capitalista de los siglos XVII y XVIII, contiene como ideal regulador la figura del intercambio entre agentes que se presuponen iguales. Es entonces cuando la justicia totaliza el espacio de la moral. Como dice Seyla Benhabib, la justicia por sí sola se convierte en el centro de la teoría moral cuando individuos burgueses en un universo desencantado afrontan la tarea de crear las bases legítimas del orden social para sí mismos. Todo intercambio es, por lo tanto, es un acuerdo entre iguales que, previamente, aceptan un marco de relaciones convencionales. Es decir, todo intercambio es un contrato. Y así será cuando Hobbes, Spinoza y otros filósofos del siglo XVII legitimen el poder político como contrato social, es decir, como un intercambio de seguridad a cambio de cesiones en la libertad. Intercambio entre iguales en tanto poseedores de razón, de bon sens. El contrato social refleja, por tanto, el contexto de nueva hegemonía burguesa en el capitalismo incipiente en su proceso de acumulación original.


Lo que el mito afirma y lo que encubre


Esfera pública y privada: el contrato sexual.


Este ideal regulador del contrato social concibe al individuo y su relación con la sociedad de una manera determinada. En primer lugar, establece la esfera pública como ámbito de aplicación. La ley es convencional en el espacio de lo público, en la esfera de lo social, pero no así en el ámbito doméstico, donde sigue prevaleciendo la fatalidad natural. En la modernidad occidental, dice Benhabib, la concepción de la privacidad se amplía de tal modo que bajo ella se subsume una esfera íntima doméstica familiar. De este modo, el mito del contrato social genera una exclusión que borra de “lo político” a todo aquello que suceda en el ámbito familiar y personal, porque lo que el mito legitima son las normas del espacio público, donde se desenvuelve el grupo de iguales. El contractualismo vincula la Justicia a la defensa de los intereses individuales que se dan en el ámbito de lo público, entendiendo lo público como el espacio social. Los individuos realizan una cesión de soberanía hacia la esfera pública para ver protegidas sus necesidades individuales, mientras se excluye de la ética y la política el ámbito de las relaciones privadas íntimas, en la medida en que “las exigencias del amor y de los vínculos familiares son particulares y, por ende, entran en conflicto con la Justicia que exige que el interés privado se subordine al bien público”. Esto hará que el amor y la justicia se conviertan en “virtudes antagónicas”. El ámbito de lo privado, el hogar, la familia, serán espacios de excepcionalidad ético-política.


Una de las exclusiones más relevantes será la de las propias capacidades. Todas aquellas habilidades requeridas en la esfera de lo privado, y que tienen que ver con el cuidado y la responsabilidad, serán atribuibles por naturaleza a las mujeres. Esta atribución contiene, como ha visto Carol Pateman, una contradicción, pues se relega a las mujeres al ámbito doméstico por no tener las habilidades racionales requeridas para la firma del contrato de ciudadanía, pero al mismo tiempo esta reclusión se realiza desde el contrato matrimonial: curiosa exclusión del contrato original la que se establece por contrato. Pero además, al no capacitar para la vida pública, estas habilidades requeridas en la esfera privada serán minusvaloradas. Por contra, las habilidades requeridas para la disputa de intereses en la esfera social serán dotadas de un sentido universal. De este modo, el ciudadano es aquel que tiene facultades racionales (universales) para moverse en un espacio público que es la metáfora del mercado del capitalismo mercantilista burgués. Una esfera social que tiene que ser regulada para garantizar la neutralidad de la ley y del derecho, para que las partes puedan, a través del uso de la razón, alcanzar acuerdos entre personas libres. La primera afirmación del mito del contrato social es que la sociedad es un mercado. Pero como las mujeres están relegadas al ámbito doméstico, es decir, fuera de la sociedad como mercado de intereses legítimos, “las mujeres quedan excluidas del pacto originario” (Carol Pateman).


La consecuencia por todos conocida será la exclusión de las mujeres de toda posibilidad de ser sujetos del contrato social. Sólo la esfera social es convencional, mientras la familia se rige por un orden jerárquico natural, que adscribe a las mujeres a un estatus inamovible y que las excluye del acceso a los derechos. Las mujeres se convertirán, de hecho, en enemigas de la Justicia, tanto en las conceptualizaciones ilustradas (Rousseau, por ejemplo), como en la misoginia del siglo XX de la mano de Freud, para quien la tarea civilizatoria es exclusiva de los hombres, no sólo porque los hombres son los únicos que poseen un super-yo desarrollado, sino porque “el amor se contrapone a los intereses de la civilización”. En su texto La Feminidad de 1933, Freud señala acerca del complejo de Edipo que la niña permanece en él indefinidamente, y sólo más tarde lo supera. En estas circunstancias, la formación del super-yo tiene forzosamente que padecer; no puede alcanzar la robustez que le confiere su valor cultural. Y añade más adelante: El hecho de que hayamos de atribuir a la mujer un menor sentido de la justicia depende, quizá, del predominio de la envidia en su vida anímica (...) Decimos también de las mujeres que sus intereses sociales son más débiles y que su capacidad de sublimación de las pulsiones es menor que la de los hombres. En los argumentos que el psicoanálisis aporta a la misoginia del siglo XX, se recoge una idea de Justicia y de “lo social” heredera de la lógica ilustrada: el ámbito de lo público requiere de una capacidad de sublimar los afectos, de un sacrificio de la afectividad para beneficio de las necesidades e intereses racional y contractualmente validados, en un contexto necesariamente imparcial, y por tanto, no contaminado emocionalmente.


No es una afirmación exagerada. Durante los debates del siglo XVII sobre el buen sentido, sobre quiénes eran poseedores de esa razón como facultad de ciudadanía, se trató la cuestión de las mujeres de manera explícita. También la de los esclavos. Si el acceso a la ciudadanía lo garantiza la posesión de una razón universal definida desde las habilidades sociales burguesas, entonces se vuelve clave determinar si negros y mujeres, por ejemplo, poseen estas habilidades de forma innata. Es este contexto en el que discuten Locke y Filmer sobre la vigencia del patriarcado; y en el que aparece el libro Sobre la igualdad de los sexos de Poullain de la Barre en 1673. La exclusión de las mujeres fue conscientemente realizada, a pesar de los esfuerzos de pensadores como de la Barre. Como dice Pateman, “(e)l contrato social es una historia de libertad, el contrato sexual es una historia de sujeción. El contrato original constituye, a la vez, la libertad y la dominación”. Lo que el contrato social encubre en este caso, es, precisamente, el contrato sexual sobre el que se sustenta.



La igualdad originaria: contrato entre desiguales


Una segunda afirmación podría resumirse de este modo: existe una igualdad esencial, natural, entre los hombres. Las distintas declaraciones de derechos que aparecerán con posterioridad lo afirman con fórmulas parecidas a esta: “todos los hombres nacen libres e iguales”. Estas fórmulas iusnaturalistas hacen derivar el derecho convencional de la naturaleza. Aunque revista una cierta circularidad, este es el argumento principal: ¿por qué los hombres deben regirse por la ley consensuada y no por la ley de la naturaleza? Porque así lo dispone la naturaleza racional de los hombres.


Pero esta afirmación es problemática por varias razones. La fundamental es que contiene una definición de igualdad ajena a toda materialidad. Es la definición necesaria para el mercantilismo. Una igualdad formal que permite operar como seres a priori, es decir, considerados como un Otro generalizado. Esta distinción entre el Otro generalizado y el Otro concreto que introduce Seyla Benhabib nos va a ser muy útil a lo largo del texto. El mercado, como ideal regulativo de la actividad económica, no como espacio en el que te encuentras con tu pescadero, requiere de una consideración neutra, abstracta, del Otro. Sus normas deben regular una neutralidad que permita operar a cada agente desde una supuesta igualdad inicial. El poder convencional, las normas acordadas, deben garantizar la libertad de intercambios, es decir, el contrato. La elección del contrato como ideal regulativo requiere la afirmación de una de estas dos cosas: o que todos somos iguales, y por eso el contrato es legítimo (y como consecuencia cualquier acuerdo entre partes); o somos desiguales pero igualmente el contrato social es legítimo (y como consecuencia es legítimo el contrato entre desiguales). Con la respuesta poder convencional, se cierra el ámbito de las preguntas sobre la legitimidad de la figura del contrato mismo en sociedades estructuralmente desiguales. Si la respuesta es el contrato, no cabe la pregunta ¿es legítimo un contrato en sociedades estructuralmente desiguales?.



El Otro generalizado y el Otro concreto


El marco ético-político de la modernidad pende de su correspondiente marco ontológico y epistemológico: la racionalidad ilustrada y sus precedentes barrocos. Una racionalidad que dará lugar a propuestas de universalidad en las que el otro aparece indefinido, o como señala Seyla Benhabib, generalizado. Así define Benhabib a el Otro generalizado y el Otro concreto: El punto de vista del otro generalizado nos exige ver a todos y cada uno de los individuos como seres racionales a los que corresponden los mismos derechos y deberes que queríamos para nosotros mismos. Al asumir este punto de vista nos abstraemos de la individualidad y la identidad concreta del otro… gobiernan las normas de la igualdad y reciprocidad formal. En cuanto al punto de vista del Otro concreto, nos hace ver a cada ser racional como un individuo con una historia, identidad y constitución afectivo-emocional concreta. Al asumir este punto de vista nos centramos en atender las necesidades del otro, sus motivaciones. No hacemos una traslación de las nuestras en un sujeto idealizado. Aquí imperan las categorías de responsabilidad y vínculo.


En el universalismo interactivo de Seyla Benhabib la “universalidad es un ideal regulativo que no niega nuestra identidad materializada y enraizada”. Por el contrario, “la universalidad no es un consenso ideal de seres definidos ficticiamente, sino el proceso concreto en la política y la moral de la lucha de seres concretos y materializados por lograr su autonomía”. Al igual que Pateman, Benhabib considera problemática “la privatización de la experiencia de las mujeres”, pues esto las excluye como agentes morales y políticos. Pero en este caso, incluye la filósofa turca una condición más para esa exclusión, que tiene que ver con que en las teorías del contrato social, desde Hobbes hasta Rawls, la definición del sujeto moral y político siempre es abstracta. “En esta tradición el ser moral es visto como un ser no integrado e incorpóreo”. La consecuencia de esta forma moderna de universalismo es que el otro concreto desaparece del discurso universalizante. El Otro es conceptualizado como un ser racional trascendental, idealmente construido, y requiere que veamos a cada individuo como un sujeto provisto de los mismos derechos y necesidades que nosotros mismos, porque tiene la misma “estructura” racional. Se establece una reciprocidad basada en la equidad formal: un espacio libre de injerencias excepto aquellas que garantizan el intercambio entre sujetos descritos naturalmente como iguales. Por eso dice Seyla benhabib que la justicia se convierte en el centro de la moral cuando resulta de interés para regular los intereses de la burguesía mercantilista, es decir, cuando permite considerar las categorías políticas de igualdad y autonomía como meras normas formales.


Este encubrimiento por parte del contrato social es problemático por varias razones. Refuerza el concepto de igualdad formal que vimos en el apartado anterior, lo que supone admitir una realidad formal que sabemos que no es real, o bien admitir que el contrato es legítimo a pesar de “firmarse” entre agentes con distintos grados de autonomía. Pero además supone un acotamiento de lo que puede ser pensado en política a los términos de la justicia como equidad formal. En las reivindicaciones de un nuevo contrato social se acota el pensamiento dentro de los márgenes de la norma formal, en la medida en que presuponemos agentes firmantes ficticios, iguales sólo formalmente, y sin atención a su condición de seres humanos individuales.


La tendencia del contractualismo hacia la consideración abstracta del Otro, ha tenido como reacción antimoderna una fuerte respuesta identitaria. Es un hecho que los movimientos sociales pro-derechos de colectivos específicos cada vez se apoyan menos en reivindicaciones universales de derechos y más en exigencias de reconocimiento identitario. Y aunque, lógicamente, esta deriva es responsabilidad de quienes la sustentan, requiere de una respuesta que no puede seguir negando la individualidad y la diferencia como parte apodíctica de la definición de igualdad. Necesitamos acercarnos a una definición de igualdad que considere a los otros de manera concreta, para confrontar con la sobrecarga identitaria de los movimientos antimodernos.



Dicho todo lo anterior, estoy convencido de que quienes reivindican un nuevo contrato social para el país o para Europa lo hacen desde las mismas convicciones fundamentales que yo. Mi crítica al contrato social pretende provocar esa apertura que posibilita las dudas que el mito del contrato impide. Cuando hablamos de ideal regulativo estamos queriendo decir que algo, sin estar explicitado de forma positiva (en una norma, por ejemplo), regula la acción y la comprensión de los sujetos. El ideal regulativo de la recompensa en la otra vida de los cristianos producía toda una serie de comportamientos y plexos de sentido entre los creyentes. Por eso conviene afinar con este ideal, o renunciar a ideales totalizadores. Porque aunque un nuevo mito del contrato social pudiera producir avances significativos en términos políticos, ¿no sería más fructífero un proyecto para Europa que no encubra el contrato sexual, la desigualdad de partida y la consideración despersonalizada del Otro? ¿No son precisamente estas cuestiones (feminismo, igualdad distributiva y reconocimiento) las que por sí mismas nos conducen a un paradigma social nuevo? Por tanto, si el mito del contrato las oculta, ¿no será mejor olvidarnos del mito de una vez por todas?


 

Bibliografía y referencias


José Luis Pardo, La metafísica.

Seyla Benhabib, El ser y el otro en la ética contemporánea.

Carol Pateman, El contrato sexual y El desorden de las mujeres.

Sigmund Freud, La feminidad (1933) y El malestar de la cultura.

Baruch de Spinoza, Tratado teológico-político.

Thomas Hobbes, Leviatán.

J.J. Rousseau, El contrato social.

Poullain de la Barre, Sobre la igualdad de los sexos.

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