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  • Foto del escritorRaúl Cordero Núñez

La política de lo fantástico


En las últimas cuatro décadas el neoliberalismo ha tenido varias estrategias culturales que convergen en lo que Mark Fisher nombró como realismo capitalista. Sin embargo, en la idea de realismo hay una alta dosis de fantasía política, y esta es, precisamente, una clave imprescindible para entender lo que hay detrás de fenómenos populistas como el de Isabel Díaz Ayuso o Donald Trump, por ejemplo.


La estrategia central del realismo capitalista es la imposición del límite de lo real. No es que el capitalismo sea un sistema realista, sino que necesita imponer los límites de lo que es posible y de lo que no. La caída del muro y la desintegración del bloque comunista abrió el marco para extender las fronteras de imposibilidad del capitalismo contemporáneo a todo el planeta. Ya no es posible pensar un afuera del capital y sus miserias. Y tampoco hace falta que sus defensores acierten ni defiendan las supuestas bondades de su sistema porque, sencillamente, ya no hay alternativa. De este modo, se plantea lo real y lo posible como aquello que el neoliberalismo ofrece a nivel planetario, y como utópico o irreal todo lo demás.


Hemos visto ofertas culturales recientes que expresan muy bien el sentido del realismo capitalista, que puede resumirse con la acertada afirmación de Frederic Jameson que advierte de que hoy “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. La película de Netflix No mires arriba es un ejemplo perfecto de esta estrategia neoliberal. También lo son Wall-E y otras similares.


El problema es que este marco realista conduce necesariamente a una repetición incesante de las mismas cosas. Ya no ocurre nada, ni en la cultura ni en la política. La desafección con los sistemas de intermediación social tradicionales (partidos, medios de comunicación, sindicatos, asociaciones) es también un cansancio estético y formal: se aborrece el excesivo decoro institucional, la apariencia clónica de los diputados vestidos de traje y corbata, la corrección política que deriva del debate democrático y el respeto a las instituciones y a los individuos. Todo es gris. Y, además, se sabe que, dentro del sistema democrático, nada de eso va a cambiar. “Primero nos acostumbramos a esperar bastante poco: nada ocurrirá nunca. Luego, pensamos que quizás las cosas buenas que ocurrieron no fueron, en realidad, tan buenas. Finalmente, aceptamos que nunca nada ocurrió, ni podría haber ocurrido” (Mark Fischer). La unidad indisoluble entre capitalismo y democracia que el realismo capitalista fraguó, se disuelve, dando lugar a un cansancio conservador con el sistema. Pero no hay que apresurarse. El cansancio que expresa el voto a la extrema derecha que representan figuras como Trum o Diaz Ayuso no es contra el capitalismo, sino contra el realismo, contra los límites culturales en los que se ha sustentado el capital en las últimas cuatro décadas.


En cierto modo, esta reacción era inevitable en la medida en que el neoliberalismo ha consistido en una permanente incitación hedónica. El deseo es la categoría rectora del capitalismo contemporáneo. Un deseo entendido, además, como falta, como carencia, en el más pleno sentido psicoanalítico. Lo que ha conducido a una dinámica de búsqueda continua de novedades. Vivimos en la tensión de una contradicción insalvable: entre la repetición permanente de lo mismo y el imperativo de la novedad. Nada ocurre, pero todo tiene que ocurrir.


Y es en este bucle entre un capitalismo aparentemente inevitable y un cansancio que pide cambio en el que la fantasía se vuelve imprescindible. Trump y Ayuso son más iconos POP que referentes políticos. Sus seguidores no les exigen la solvencia política y el decoro que se exige a los anodinos diputados del Congreso, sino un comportamiento rupturista, hasta cierto punto, fantástico. Son personajes, más que políticos. Elementos culturales que están llamados a la generación de novedades y fracturas. Por eso, por ejemplo, la tolerancia a las muestras de incompetencia de Nuñez Feijoó es mucho menor. Hace falta convertirse, primero, en un sublime objeto de la ideología; hace falta ser un icono cultural del que no se espera políticamente nada más que molestar a la aburrida democracia. Por eso Ayuso triunfa allí donde Feijoó solamente aburre.


Todo esto no hubiera sido posible sin casi cinco décadas de despolitización de la vida cotidiana. No es que la gente sea estúpida, es que hemos aprendido a no esperar que la política resuelva los problemas de la vida. Hace falta una reconexión, una vuelta concepciones democráticas exigentes con la justicia social. Pero hasta que esa reconexión se produzca, para mucha gente la única manera de expresar su cansancio con este mundo gris y sin novedades de la retromanía neoliberal, es la lucha contra el decoro, la rebelión contra lo políticamente correcto, más allá del contenido. La satisfacción del deseo de novedad a través del giro hacia la fantasía.


Es imprescindible esa reconexión, pero para eso hace falta poner fin al ciclo de política del acontecimiento que alcanzó su impulso fundamental en 2011. Generalizar la lógica y la estrategia política que ha desplegado esta legislatura el Ministerio de Trabajo para mover los límites de lo posible desde la política y desde la izquierda. Porque el engaño del realismo capitalista se sustenta en la idea equivocada de que lo posible determina lo que se puede o no se puede hacer, cuando en política es al revés: son los actos los que van determinando el marco de lo posible. No era posible ni hablar de una subida del salario mínimo superior a mil euros, por ejemplo, hasta que se hizo, y entonces el límite de lo que es posible negociar se amplía. En política es la acción lo que determina lo posible y no al revés. Pero hay que finiquitar ya el experimento autonomista del 15M y sus marcas electorales para salir de la política del acontecimiento. Romper con el monopolio de la fantasía contra el realismo, haciendo de la acción política el ariete contra el realismo capitalista.


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