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  • Foto del escritorRaúl Cordero Núñez

Masculinidad y violencia machista

Actualizado: 27 nov 2020



Como occidente vive un patriarcado sutil no siempre somos conscientes del grado de desigualdad y opresión que sufren las mujeres en las democracias liberales, hasta que aparece la violencia más explícita. Con la democratización paulatina de nuestra sociedad, la opresión y la desigualdad que padecen las mujeres cambió de forma, pero no ha desaparecido, aunque se expresa con apariencia excepcional, como si la violencia fuera anecdótica o aislada. Se ha alcanzado una igualdad legal que no es poca cosa pero que no impide que sigan dándose distintas formas de desequilibrio y de violencia contra las mujeres. Constatar esto dio lugar a la pregunta fundante del feminismo radical: ¿cuales son las causas, la raíz, de la desigualdad y la violencia en las sociedades formalmente igualitarias? Responder a esta pregunta implicó desarrollar los primeros esbozos para una teoría del patriarcado (por ejemplo en la obra de Kate Millet), conceptualizar el género como categoría analítica, y hablar de causas estructurales de la opresión y la violencia.


En todos los sistemas políticos conviven formas coactivas más duras con otras más suaves. Esto es así porque ningún sistema puede sobrevivir mucho tiempo si para imponerse necesita aplicar violencia todo el tiempo contra todo el mundo. Por eso todo sistema sociopolítico desarrolla estrategias para la normalización de sus normas, sus mandatos y sus jerarquías. Se hace a través de los procesos de socialización, de manera que las personas que caemos dentro de cualquier sistema sociopolítico, en principio asumimos un cierto orden como “lo normal”. Somos normalizados para no tener que ser coaccionados a través de la violencia explícita.


En el patriarcado, la estrategia para la aceptación de nuestro lugar en el orden jerárquico es el género. La masculinidad y la feminidad son la manera en que somos normalizados y normalizadas. A través de los géneros ocupamos “voluntariamente” el lugar que previamente se nos ha asignado en la jerarquía sexual. Y en la propia construcción de los géneros, como ahora veremos, se encuentran las causas profundas de la violencia machista. La masculinidad se levanta sobre una serie de lógicas, creencias y mandatos que legitiman una violencia que luego puede ejercerse o no, pero que forma parte de la masculinidad hegemónica. Y si bien algunos de los elementos de esa masculinidad están en crisis, su poder configurador sigue operando en el proceso de socialización de los hombres contemporáneos.


La construcción de la masculinidad se apoya en una base material y otra simbólica. En la base simbólica aparecen lo que el psiquiatra Luis Bonino ha denominado ideologías, lógicas y creencias. Esta base media nuestra forma de ver y sentir el mundo. Contiene las legitimaciones formales e ideológicas del sistema patriarcal, nuestras ideas sobre el papel de los hombres y las mujeres en el mundo, y cambia con el tiempo. Por ejemplo, es la raíz de complejos tan absurdos como generalizados en relación al mito del hombre proveedor, de los roles sexuales en la pareja, incluso de la altura del hombre y la mujer, etc. Es un conjunto de significados que nos hace percibir de manera diferente, por ejemplo, a un hombre solo bebiendo en un bar o a una mujer. Lo fundamental en estos ejemplos es entender que esos significados se expresan con una fuerte carga emocional, con capacidad para determinar nuestra forma de ver a los demás y a nosotros mismos. Y nos empujan hacia el cumplimiento de los mandatos de género movilizados por nuestras emociones. Son componentes muy fuertes de nuestra relación simbólica con la existencia propia y con el mundo.


La otra base es material y le corresponden los mandatos. Éstos tienen que ejercerse de manera efectiva. No son creencias, aunque están impulsados y legitimados en buena parte por ellas. Aquí hay una obligación de ejercicio eficaz, que además tiene que ser ratificada por la fratría (el grupo de iguales masculino). Por ejemplo, el mandato de la heterosexualidad obligatoria se apoyará en un gran número de lógicas y creencias, pero debe ejercerse de manera material. No basta con asumir las lógicas, hay que ejercer esa heterosexualidad. Y su ejercicio debe ser certificado por la fratría. De lo contrario, se producirá un disciplinamiento que puede ser más o menos violento.


Teniendo en cuenta que los géneros siempre se construyen en relación y por alteridad, de todo lo que estamos diciendo sobre la masculinidad podemos empezar a concluir sobre la manera en que hombres y mujeres se relacionan. La alteridad implica que el primer mandato de la masculinidad es no ser mujer y viceversa, de manera que aquello que se asigne a los varones le es negado a las mujeres. Por eso en la definición de lo humano que históricamente hemos construido hay una trampa que funciona en dos sentidos. Por un lado, hemos definido lo genéricamente humano con rasgos masculinos, de manera que otorgamos un valor universal a cuestiones que no tienen por qué tenerlo, únicamente porque han sido actividades o rasgos de los varones. Un ejemplo de esto lo tenemos en el mito del hombre cazador y del papel de la caza como motor de la evolución de los homínidos. Hoy sabemos que la caza no fue ese motor de la encefalización humana, sino que más bien le atribuimos ese valor por ser la actividad que realizaban principalmente los varones. Y por otro lado, los hombres nos hemos apropiado de aquello que sí tiene valor universal. El derecho al voto, por ejemplo, estuvo reservado a nosotros durante más de un siglo, a pesar de definirse como un derecho universal. A esto se refería Simone de Beauvoir con el segundo sexo: la mujer es la otredad.


Pero lo anterior tiene un efecto legitimador de la violencia, como ahora veremos. En la apropiación que los hombres hemos hecho históricamente de lo genéricamente humano se produce una exclusión de las mujeres. Si el primer mandato de la feminidad es no ser un hombre, y una parte de lo genéricamente humano está asignado a los varones, entonces le es usurpado a las mujeres. Esto significa que las mujeres tienen una menor participación en lo humano, una menor humanidad. En la medida en que los géneros se construyen por alteridad, la masculinización de lo genéricamente humano supone una deshumanización de las mujeres. Que las mujeres sean “lo Otro” cuando los varones son los Seres Humanos, supone una otredad perversa.


En la base de la masculinidad patriarcal está la primera forma de legitimación de toda violencia: la deshumanización. Esta negación de lo genéricamente humano, por supuesto, no siempre se realiza de forma explícita ni en todas las actividades humanas. En algunos contextos es más claro que en otros, pero para eso están los géneros, para naturalizarlo y hacerlo pasar desapercibido, operante a través de los mandatos, y legitimado a través de las lógicas y las creencias. Como dice Luis Bonino “el poder configurador de la Masculinidad Hegemónica se hace evidente en la vida de los hombres contemporáneos no tanto en su discurso, sino en sus prácticas; no tanto en sus comportamientos aislados sino en su posición existencial, modo de estar e incapacidad para el cambio en lo cotidiano”. Por eso la violencia no aparece todo el tiempo contra todas las mujeres, pero es siempre una posibilidad, como bien nos dicen las estadísticas. Una de cada tres mujeres en el mundo ha sufrido violencia machista. Dos de cada cinco mujeres asesinadas en el mundo lo son a manos de sus parejas masculinas. Y un largo etcétera. Que no nos engañen las cifras de asesinatos en España, que son terribles pero sólo la punta de un iceberg con múltiples formas de violencia.


¿Quiere decir esto que todos los hombres somos maltratadores y violentos? Lo que quiere decir es que los maltratadores son hijos sanos del patriarcado, porque todos los hombres y mujeres hemos sido socializados en la masculinidad y la feminidad patriarcal que legitima implícitamente la violencia. Por supuesto también las “masculinidades” tienen sus jerarquías, siendo la hegemónica la que prevalece como dominante y ejerce presión para la adaptación del resto a sus ideologías y mandatos. Por lo tanto, mientras existan los géneros, la violencia siempre será una posibilidad legitimada, lo que nos lleva a la reivindicación principal del feminismo contemporáneo: la abolición del género, el desmantelamiento del sistema que naturaliza la jerarquía sexual y deshumaniza a las mujeres. No se trata tanto de buscar nuevas masculinidades como de una menor masculinidad. Es decir, empujar hacia una sociedad sin géneros, en la que nos relacionemos como individuos sin un destino predeterminado a partir de nuestro sexo.


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