Tenemos una dificultad enorme para imaginar el futuro si no es de forma catastrófica. Películas como “No mires arriba”, ese gran discurso del realismo capitalista, son ejemplos claros de este pesimismo colectivo. Pero una sociedad que no confía en el futuro tiene forzosamente una relación adulterada con su pasado y su presente. Sin embargo, esto no siempre fue así. Hasta finales del siglo XX el optimismo, siquiera el tecnológico, era un signo de nuestra modernidad. Algo ha pasado para que la cultura haya abandonado el optimismo y con ese abandono se haya plegado a la repetición y al cliché mercantilista. Y no es que esto último no haya sido en cierto grado una constante, pero el mercado, hasta hace unas décadas, parecía tener “un afuera” que hoy ha sido borrado. Esta es una consecuencia de la cancelación del futuro: el borrado de las alternativas que un día podían soñarse a la luz de la democratización cultural que iban a traer las nuevas tecnologías y los estados de bienestar occidentales.
Para esta nostalgia del futuro Simon Reynolds tiene una palabra-valija: “neo-stalgia”. Parece como si el futuro ya no fuera lo que era. Y de esta frustración emerge una distorsión afectiva en nuestra relación con el presente. Sin embargo, las tecnologías y las posibilidades de innovación descentralizadas están ahí. Proliferan los estudios musicales caseros, o los artistas de todo tipo en instagram. Aún así, el futuro ya no es lo que era. Y este sentimiento retrofuturista abre la puerta a la redefinición kitch posmoderna. Sólo así se explica que el NO-DO (y su equivalente musical, Eurovisión) puedan reaparecer como novedad. El pasado (retro) es el porvenir (futurismo).
Quizás la aparición de medios de producción musical y artísticos caseros y descentralizados ha ido en paralelo a una cada vez mayor glorificación de los grandes espectáculos, cuya producción sólo es posible con la participación de grandes corporaciones. Más gente puede hacer pequeñas cosas, pero hacer pequeñas cosas es cada vez menos relevante frente al culto a los espectáculos de masas. La puesta en escena de los números eurovisivos, por ejemplo, sólo es realizable desde un despliegue de medios inasumible para la mayoría. De este modo, todo el potencial democratizador de las tecnologías del arte lo ha fagocitado el mercado, lo que ha dejado una extraña sensación de pesimismo cultural. Sin embargo, sigo pensando que lo que pasa fuera de los circuitos oficiales puede tener el mismo valor- o más valor-, que la perezosa oferta oficial. Pero hay que retomar las promesas de democracia cultural que el punk y sus subculturas propiciaron y luego traicionaron con su machacona repetición de lo mismo. La disponibilidad de medios no debía servir para la repetición en casa de lo que pronto se convirtió en los estereotipos del punk-rock. La promesa apuntaba a un mundo en el que, más que nunca, iba a ser posible la novedad.
Aunque para ser honestos, una de las características más curiosas del punk es que comenzó siendo un movimiento restaurador. Las primeras bandas (Ramones, Patti Smith) pretendían una vuelta a la pureza perdida del Rock and Roll de antaño. Sin embargo, ese movimiento reaccionario derivó en renovación. ¿Cómo lo hizo? Las razones están dentro y fuera del mundo de la música, pero nos vuelven a remitir a Mark Fisher y su hauntología. El modelo social de occidente en los años 60 y 70 propició con sus políticas de protección pública un caldo de cultivo idóneo para la creatividad. Las promociones de vivienda social, el modelo de sindicatos fuertes, la estabilidad laboral relativa, pero también la disponibilidad de espacios colectivos y circuitos culturales al margen del gran mercado, facilitaron la aparición de un tiempo libre para el disfrute y la creación artística que el sujeto exhausto de la posmodernidad no tiene. Y es por esto que, si bien no reivindicamos los objetos de la cultura de los 60, sí exigimos el cumplimiento de las promesas de bienestar que hicieron posible las novedades. El punk basculó desde la nostalgia hasta la innovación porque hubo circuitos alternativos al mainstream que pudieron mantenerse sin el apoyo de las grandes corporaciones, aunque éstas no tardaron en llegar y fagocitarlo; y también porque se puso en manos de mucha gente distinta la posibilidad de crear. Esta metástasis creativa sólo podía adulterar el rock en el mejor sentido. Aunque intentara su simple repetición, la multiplicación descontrolada terminó generando mutaciones.
Pero hubo otro movimiento en paralelo orientado a la expulsión de las clases trabajadoras del acceso a la cultura que hasta entonces había disfrutado sólo la élite. Las promesas democratizadoras no sólo remitían al proceso creativo y el acceso a medios relativamente baratos de producción en casa. También apuntaban al acceso cada vez mayor de amplias capas de trabajadores y trabajadoras a espacios culturales hasta entonces reservados a las élites. Pero una extraña alianza entre liberales y nuevos progresistas consiguió devolver a las clases populares a sus nichos de cultura de masas. La alianza desplegó estrategias complejas para incitar a millones de personas a la validación incondicional del mainstream, pero también, y cada vez más, a través de discursos disciplinarios contra quienes defienden un acceso amplio a la cultura. La idea era que las clases populares sólo deben disfrutar de aquello que entretiene y no supone reto intelectual alguno. Una infantilización que se ha interiorizado como habitus y que autoexcluye a millones de personas de espacios culturales que son perfectamente asumibles.
Hay un clasismo ideológico en la exigencia antiintelectual de la cultura de masas: la consideración de un espectador cretino al que hay que darle todo mascado y al que no se puede retar intelectualmente. Pero también un clasismo político cuando se reserva para las clases populares ese espacio plano y anodino, mientras se mantiene bunkerizado para las élites el resto del espacio cultural. Igualmente, un clasismo cultural en la afirmación de que la llamada “cultura popular” no puede tener una mínima complejidad. Sin embargo, las clases populares afrontamos y elaboramos fenómenos culturales complejos continuamente, lo que hace de esta infantilización una ficción ideológica y disciplinaria. No es cierto que lo popular no pueda suponer un reto. No es verdad que todo lo mínimamente complejo sea pedante. Y tampoco es verdad que la clase trabajadora no pueda disfrutar de todo el espectro de la cultura. No somos tullidos culturales.
Hay un ejemplo del que participamos todos y todas en mayor o menor medida. La música del cine de Hollywood tiene una historia inseparable de la influencia de Mahler, seguramente el compositor de orquesta más complejo e interesante de todos los tiempos. No pueden entenderse fenómenos de bandas sonoras como Star Wars sin la orquestación moderna de Holst, por ejemplo. La música en las películas de Hitchcock bebía de las vanguardias musicales más complejas de la época. Sin embargo, aunque de una complejidad abrumadora, se trata de fenómenos populares indiscutibles. No supone un reto menor percibir la musicalidad del tema de Tatooine en Star Wars que Marte, de la sinfonía de Los Planetas de Holst. Por eso no tiene sentido disminuir al espectador de clase trabajadora, que permanentemente participa de fenómenos culturales complejos. También nos gusta que nos reten.
Se trata, por tanto, de una infantilización forzosa pero no necesaria. La cultura de masas, en su disputa del espacio de la cultura popular, se impone hoy como dispositivo disciplinario para aplanar y reducir la ambición cultural de las clases populares. Pero esta reducción es una estrategia clasista, de la que se benefician las élites. Reservándonos las favelas culturales, mantienen tras los muros acuartelados el acceso al resto del espacio cultural acomplejándonos.
Sin embargo, tenemos una ventaja. Derribar los muros que levanta la infantilización del mainstream no supone para nosotros prescindir de la cultura popular. De lo que hablamos no es de dejar de escuchar pop, sino de romper con los complejos que nos impiden ampliar nuestro repertorio. Mientras la izquierda woke y las élites neoliberales nos obligan a optar entre cultura de masas o “alta cultura” desde la validación acrítica de todo lo que ofrece el mercado, nosotros decimos que no. Esta es una falsa dicotomía. No hay porqué optar. Porque entre la infantilización y la pedantería hay un enorme terreno de juego en medio.
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