"No es el deseo el que se apoya sobre las necesidades, sino al contrario, son las necesidades las que se derivan del deseo: son contraproductos en lo real que el deseo produce".
Deleuze y Guattari, El anti-Edipo.
¿Es el deseo lo más profundo de lo que somos o está socialmente construido? ¿Somos dueños del deseo o presa de los dispositivos de sexualidad que el poder despliega para la producción de deseos? Nos dice Foucault que la historia moderna y contemporánea está marcada por una presencia cada vez mayor de los discursos sobre el sexo. El poder represivo anterior se ha transformado en un poder productivo que configura a los sujetos- sujetándolos-, a través de distintos dispositivos biopolíticos. Ya no se oculta ni se reprime, sino que se incita y se define. Se aportan significados, se expanden, se publicitan, se satura la red global con los discursos sobre sexualidad y sexo. El sexo no es hoy un tabú sino la principal categoría moral del nuevo catecismo del capitalismo del deseo. Por eso, nos dice Foucault, es ingenuo pensar en el deseo como algo esencialmente propio que luego el poder reprime, porque “la relación de poder ya estaría allí donde está el deseo: ilusorio, pues, denunciarla como una represión que se ejercería a posteriori; pero, también, vanidoso partir a la busca de un deseo al margen del poder”. Si “el sujeto está sujeto”, como se nos dice desde la posmodernidad, lo está a través de la producción deseante y sus dispositivos. Cabe preguntarse, entonces, si sueñan con bukakes en Sentinel del Norte.
La pregunta anterior quiere ser provocadora, pero nos permite subir un segundo peldaño. El deseo no puede separarse de las relaciones de poder que lo incitan, pero tampoco puede pensarse como la cobertura de una carencia. No deseamos una práctica sexual porque necesitemos cubrir su carencia, sino al contrario: sólo aparece esa carencia donde el deseo de esa práctica ha sido instituido. Por eso en Sentinel del Norte no sueñan con bukakes. Hemos dado por hecho durante demasiado tiempo que todo deseo cubre una falta. El deseo sería algo que viene a rellenar un vacío. Desde los clásicos hasta el psicoanálisis, el deseo aparece como una tendencia hacia un objeto que de alguna manera es lo que nos falta o que tememos perder. De este modo, hemos naturalizado la idea de carencia como fuente del deseo, el deseo como un producto. Pero esta mitología sobre “el deseo como consecuencia” desplaza la exigencia de legitimación al plano de la necesidad, de manera que un deseo es legítimo si lo es, a su vez, la necesidad que cubre. Los deseos pasan a ser un instrumento del déficit, de la carencia o la falta, con las que es fácil empatizar. ¿Quién no empatiza, por ejemplo, con quien tiene una carencia de afecto o una necesidad de encontrar una persona cómplice para charlar (y justifica así su consumo de prostitución)? ¿Quién no empatiza con quien plantea una carencia familiar porque no puede tener hijos (y cubre la falta con los vientres de alquiler)? Esta mitología deseante es parte del metarrelato posmoderno que apuntala al capitalismo del deseo y su neoliberalismo sexual. Porque como toda mitología, su función no es explicarnos el mundo, sino legitimar el orden.
Sin embargo, esta inversión del proceso de producción deseante es falsa. Nos dicen Deleuze y Guattari que “es el arte de una clase dominante hacer que todo el deseo recaiga en el miedo a carecer”. Porque en realidad el deseo es productivo y no la consecuencia de una carencia. “La producción nunca se organiza en función de una escasez anterior, es la escasez la que se aloja, se vacuola, se propaga según la organización de una producción previa”. Un niño o una niña de seis años no tienen hijos. Sin embargo, no existe para ellos una carencia de hijos. No existe esa falta que debiera ser cubierta. Será a posteriori, si en el futuro desean tener hijos, cuando del deseo emerja la carencia.
¿Pueden, entonces, las prácticas sexuales, los imaginarios y los deseos relativos a la sexualidad, cubrir una carencia que debería ser resuelta a través de la pornografía? Sencillamente, no. La pornografía no satisface deseos mediante la cobertura de una carencia. La pornografía funciona como un dispositivo de sexualidad produciendo y normalizando deseos y prácticas sexuales; y por lo tanto, también disciplinando y excluyendo. No queremos ver una escena porque la práctica sexual que allí se proyecta la deseemos como consecuencia de una falta. La escena no nos ofrece la satisfacción de nuestro deseo, sino que lo crea. Es la visualización de pornografía la que contribuye a la producción de nuestros deseos sobre ese tipo de prácticas y la que, por tanto, genera la carencia. Por eso el consumidor compulsivo vive en una completa hedonia depresiva. Su acceso a la pornografía le conduce a una cadena de producción de deseos-carencia que nunca puede ser satisfecha, porque no es propiedad de la pornografía satisfacer sino producir deseos (carencias). Pero entonces, si la pornografía es un dispositivo de producción deseante en manos ajenas, su consumo compromete nuestra capacidad de agencia. Nuestra libertad sexual está en riesgo si naturalizamos la “inversión deseante” establecida por el capitalismo del deseo. En la medida en que naturalizamos lo que es político (la producción de deseos sobre la idea de carencia) impedimos su transformación, porque lo que es natural no puede cambiarse.
Son los imperativos sobre la sexualidad del capitalismo del deseo los que producen ese artificio de la necesidad que luego se esgrime para defender la explotación sexual y reproductiva de mujeres y niñas. Los discursos de sexualidad que proyecta la pornografía, y que normalizan y por tanto excluyen prácticas e imaginarios, deben ser evaluados por su contribución a una disciplina sexual capitalista. Pero no sólo a través de una analítica del deseo que nos permita saber el efecto de cada discurso en cada caso, sino también como una teoría crítica del deseo que haga aflorar en qué consiste la pornografía hegemónica como dispositivo de sexualidad para todos los casos. Sólo a través de esta crítica al deseo-poder, que debe huir por igual de la condena moralista y de la validación acrítica, podemos abrir espacios para la libertad sexual. Pero entonces, la pornografía debe entenderse como un dispositivo contra la libertad del deseo. El porno normaliza unas prácticas y excluye otras, orientando nuestro deseo a escondidas. Normaliza que una niña de dieciocho años trague de rodillas el semen de cien hombres; excluye prácticas sexuales con afecto. Sin pretender que una práctica sea a priori mejor que otra, lo evidente es que la pornografía normaliza una y excluye otra (convirtiendo el sexo afectivo en abyecto).
El deseo de pornografía no se sustenta en una carencia (ningún deseo lo hace), sino en la producción deseante del capitalismo contemporáneo. La defensa de la pornografía es radicalmente conservadora.
Está muy bien argumentado. Yo creo que el deseo siempre se impone, por eso el control social sobre el deseo es lo que maneja el capitalismo y su publicidad y ahora la propaganda de guerra o política. Aun así, creo que el ser humano tiene margen para librarse de la construcción social que se impone.