
La diferencia entre un tortazo y una caricia es el tiempo. Ambas son un desplazamiento de la mano sobre la cara, pero una caricia es lenta. Es un momento de dedicación. Supone pararse con atención sobre la realidad del otro. Puede llegar a ser un acto subversivo en estos tiempos de alta velocidad en los que se impone la lógica de “consumir y desechar”, pero tiene que evitar también la nostalgia del amor romántico. Por eso, me planteo una hipótesis que es sobre todo una impugnación a los tiempos. No una vuelta a algún tipo de normatividad afectiva concreta, sino una crítica a la velocidad como disruptora del deseo, y al binomio velocidad-deseo como eje del placer en el capitalismo posmoderno. Como nos cuenta Nuria Gómez Gabriel “un sentimiento nunca es algo personal o intuitivo sino que está circunscrito en un orden sistémico". No podemos permitirnos la “deshistorización” de nuestros placeres y deseos, para que no terminen siendo una imposición de la que no somos conscientes.
No podemos permitirnos la “deshistorización” de nuestros placeres y deseos, para que no terminen siendo una imposición de la que no somos conscientes.
Los tiempos del afecto son contrarios a la velocidad en la que se construyen las relaciones y, sobre todo, las expectativas, en aplicaciones como Tinder. Pero esta afirmación no es necesariamente una crítica al uso de la tecnología en las relaciones personales. No obstante, Tinder no hace más que agudizar una tendencia a la velocidad que ya existía (y seguiría existiendo sin Tinder) y que es esencial en el capitalismo del deseo del siglo XXI. Pero esa asincronía con el tiempo de los afectos produce distorsiones emocionales que conducen a una despersonalización del objeto del deseo, junto con una insatisfacción crónica que nos empuja a seguir consumiendo(nos). No tenemos el tiempo que necesita convertir al “otro idealizado” en ese “Otro concreto” de la ética del cuidado y la responsabilidad. Seyla Benhabib nos sitúa en la necesidad de superar el marco moderno del derecho y la justicia añadiendo los conceptos de cuidado y responsabilidad, lo que a su vez implica modificar nuestra consideración del Otro. Si para una ética de la justicia "el Otro" debe aparecer como una generalidad, fuera de contexto, a través de un esfuerzo de neutralidad; para una ética feminista, el "Otro" no puede concebirse fuera de su materialidad y su concreción. Es necesaria la justicia, pero también la generosidad.
Sin embargo, la velocidad es disruptora de todo orden concreto. Por un lado aparece el fenómeno del ghosting, la desaparición súbita de la vida del otro sin razón aparente; o su contrario, una idealización excesiva que conduce a la aceleración de sentimientos románticos entre personas que, realmente, no se conocen. En ambos casos se está despersonalizando al otro, sustituyendo su persona por un objeto (desechable o deseable, pero irreal). Dos personas que sin apenas conocerse se enamoran, se están cosificando, porque no quieren al otro real, sino a un objeto de deseo que ellos mismos han construido.
Esta cosificación nos introduce en una suerte de mercado emocional en el que, convertidos en objetos podemos desplegarnos como “máquinas deseantes” para consumir a otros, pero también replegarnos como producto deseado y ser consumidos. Pero no entramos en esta rueda porque seamos idiotas, sino porque somos hijos e hijas de nuestro tiempo. La definición que algunas corrientes contemporáneas han dado de nosotros, como productores de deseos que nos constituyen, mientras el poder y la cultura los reprimen (Freud), tiene que revisarse para no volverse funcional al orden establecido. Quizás podríamos ampliar la misma crítica que Foucault realiza a los sujetos a la noción de deseo, algo que ya apuntaba Deleuze. ¿El poder nos produce como sujetos (Foucault) pero no nos produce como “máquinas deseantes”? ¿No modula lo que deseamos y cómo lo deseamos? ¿Sueñan en Sentinel del Norte con BDSM? Si admitimos que los dispositivos de los que hablaba Foucault pueden disciplinar y producir también el deseo, entonces no podemos validar el deseo como lo más propio de nuestra identidad, y necesitamos una teoría crítica del deseo y del placer que a la vez no caiga en el moralismo conservador. Sobre esto, Deleuze y Guattari nos advirtieron en su Anti-edipo. El poder también es productor de deseos.
la historia también nos enseña que no es la primera vez que una reivindicación de libertad se ha utilizado para apuntalar los privilegios
Planteo lo anterior, porque la forma en que deseamos repercute en nuestra felicidad. Pero también porque comienzan a articularse propuestas que reivindican frente a la represión y la violencia, un discurso acrítico del deseo. Tiene sentido histórico sacar al deseo del oscurantismo conservador. Pero la historia también nos enseña que no es la primera vez que una reivindicación de libertad se ha utilizado para apuntalar los privilegios, casi siempre con cargo sobre las mujeres. Shulamith Firestone supo verlo muy pronto. En 1970 advierte de los riesgos sobre la llamada revolución sexual y su fácil utilización por el sistema patriarcal capitalista para apuntalar los privilegios masculinos. Era impopular entonces en los ámbitos críticos oponerse al discurso facilón de la revolución sexual, a riesgo de ser etiquetado como moralista, algo que nos suena mucho hoy. Pero la verdad es que hay una ingente documentación que demuestra lo devastador que fue para muchas mujeres el uso que los hombres hicieron de esa “revolución”, y las consecuencias sistémicas que tuvo. A modo de ejemplo, el paso de la prostitución de escala local a la industria global del sexo.
Además, en los discursos acríticos del deseo, en la mayoría de los casos hay una tendencia a veces inadvertida hacia el consumo. Por ejemplo, reivindicaciones sobre el porno como una forma de satisfacer las fantasías eróticas. Pero esto tiene como tesis subyacente la consideración neoliberal de que todo deseo debe satisfacerse a través del consumo. Sólo desde esa lógica puede plantearse que para saciar el erotismo tengamos necesariamente, o de manera prioritaria, que consumir (porno en este caso), desconectando nuestro consumo de las condiciones de producción del producto (la explotación sexual en este caso) y de las condiciones de producción de nuestros deseos. Tanto es así, que el capitalismo contemporáneo gira sobre la idea de deseo como legitimador: legitimador de la identidad, del reconocimiento, de la diversidad. La conceptualización del ser humano como “máquina deseante” (Deleuze y Guattari) sin atender a todas las dimensiones que sus creadores indicaron, junto con la recuperación del psicoanálisis por parte de algunos movimientos sociales (activismo queer, por ejemplo), funciona como legitimador del deseo a modo de eje identitario. Es el gran metarrelato posmoderno: somos lo que deseamos. Pero obvian que el deseo no es menos susceptible de ser producido por los dispositivos del poder que la noción de sujeto.
Con las tendencias de desigualdad creciendo, el riesgo de la reivindicación acrítica del deseo es que hace difícil articular propuestas colectivas, porque el deseo se entiende como la base constitutiva del Ego, ese Yo del psicoanálisis que es previo a su condición social. Tanto la velocidad como la sobrecarga identitaria son funcionales al orden establecido, porque hoy es el sistema socioeconómico el productor de “flujos de deseo”, lo que debería sugerirnos que el deseo no puede ser un elemento acrítico de legitimación. Sobre todo porque nos encierra en nosotros mismos.
¿de qué sirve una vida que no suena al ritmo de los afectos?
Una llamada a la lentitud, y no a la legitimación acrítica del deseo, encaja mejor con las agendas de transformación social del ecologismo, el feminismo y el movimiento sindical. En relación al cambio climático permite desacelerar el ritmo de consumo de recursos y el impacto del deseo humano en el planeta. Desde una perspectiva feminista, permite la incorporación de las categorías éticas del cuidado y la responsabilidad, que son altamente exigentes en tiempo; pero también incorporar el deseo femenino, que desde hace tiempo vienen reivindicando como una cuestión relativa al tiempo de dedicación, al abandono de la “precocidad”. Y en el plano sindical, crear los instrumentos de gobernanza y participación para las transiciones que vienen, acompasándolas al ritmo del derecho del trabajo y de la democracia.
¿Es una desaceleración? No necesariamente en todos los órdenes. Tampoco es una llamada a la moral ascética. Pero, ¿de qué sirve una vida que no suena al ritmo de los afectos? Es urgente una teoría crítica del deseo y el placer en tanto construcciones sociales y expresiones del desequilibrio de poder. Y mientras tanto, Tinder seguirá desestabilizándonos con su velocidad.
ALGUNAS REFERENCIAS
Gilles Deleuze y Felix Guattari, El Anti-edipo
Seyla Benhabib, El Ser y el Otro en la ética contemporanea.
Shulamith Firestone, La dialéctica del sexo.
Michel Foucault, Vigilar y castigar... También Historia de la sexualidad vol 1.
Carol Pateman, El desorden de las mujeres y El contrato sexual.
Ana de Miguel, Neoliberalismo sexual.
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